¿Adónde vamos? Pues vamos a andar, a recorrer la Segunda División. Nos vestiremos de azul y blanco, con una corona de laurel en el escudo. Una mano se la daremos al CD Leganés.

La otra al Ayuntamiento de la ciudad. Y todos juntos, disfrutaremos del viaje, en busca de la permanencia, sin apuros ni estrecheces.

Esa era la idea. Y como las ideas hay que cuidarlas y alimentarlas para que crezcan seguras y no se mueran, el CD Leganés FS confeccionó una plantilla que se conocía la Primera y Segunda División de memoria. Un pelotón de veteranos con barba de tres días. Tipos serios. De los que no se ponen nerviosos cuando las cosas van mal.

Para dirigirlos, el club eligió a Diego Garcimartín. Un entrenador que sabe muy bien lo que se hace. Que su presencia te dice, tranquilo, vete a dormir, yo me ocupo de esto. El vecino al que le dejarías las llaves de tu piso al marcharte de vacaciones.

Cuando apenas habían abierto la puerta y asomado la cabeza al recibidor, a los tres minutos del primer partido de liga, Peñíscola, como quien da un inesperado puñetazo en la boca, les hizo gol. Aturdidos, casi sin darse cuenta, al minuto siguiente, encajaron otro. Perdieron ese partido. Luego muchos más. Algo no estaba funcionando. Malas sensaciones. Pálpitos extraños. Cuerpos sin alma. El mensaje no estaba llegando a los jugadores.

Ellos crearon su propio infierno. Perdían partidos. Uno detrás de otro. Perdían con los equipos de playoff y con los del descenso. Con los filiales. Con los valencianos. Con los madrileños. Con todos. Aplastados por goleadas o solo por un gol. Como si una maldición hubiese caído sobre ellos, era habitual que comenzaran los partidos perdiendo, encajando gol en los primeros minutos. Eso les bloqueaba, les angustiaba.

Se estaban metiendo en un buen lío. No alzaban la voz, ni culpaban a nadie. Porque aquello era cosa suya, era su responsabilidad. Ojalá todo salga bien, se decían con la mirada antes de saltar a la pista. Y perdían el partido. En los pabellones les recibían con cara de pésame. Y volvían a perder.

“Tuvieron que luchar tanto por la vida, que no tuvieron tiempo de disfrutarla”. Regresaban a casa los sábados por la noche con una derrota clavada en el estómago. Dormían con ella. Y al despertar, allí seguía, sentada en la cama, mirándolos a los ojos. Entrenaban con el peso de una mochila llena de derrotas. Siete días con el próximo partido revoloteando sobre sus cabezas. A ver si empezamos a arreglar esto. A ver si puede ser este sábado. Pero volvían a perder. Y seguían sin ganar».

Alberto Gasco lleva la barba recortada y tiene alma de periodista. Adicto al Leganés FS. Fue jugador, de los que vistieron la camiseta blanca en La Fortuna. Ahora, es director general y se desvive por el club. Consulta, gestiona y toma las decisiones. Su esmero posibilitó los acuerdos con el Ayuntamiento y el CD Leganés.

Andrés Parada es el director deportivo. Su labor es estar sin parecerlo. Gallego y reflexivo. Un solucionador de problemas. El nexo entre plantilla y cuadro técnico. Regálale un libro y le harás feliz. Se miraron. Nos estamos muriendo. Llevamos tres meses de liga, de doce partidos hemos perdido nueve y apenas marcamos dos goles por encuentro. La permanencia se nos escapa.

Andrés sugirió: hagamos pocos cambios, los justos, pero bien hechos. Alberto meditó, le dio vueltas, descolgó el teléfono y llamó a Rubén Barrios.

Rubén, con su aire de joven profesor de matemáticas, entró en el vestuario. Colocó un gran espejo frente a los jugadores. Los miró. Esos sois vosotros. ¿Lo recordáis? Sabéis jugar a esto. Rubén tenía claro cómo solucionar aquello. Primero, debía resucitar el ánimo de los jugadores. Luego, sacar lo mejor de cada uno. Más tarde, reconstruir el equipo, comenzando por la defensa. Y repetir, repetir hasta la saciedad que la portería siempre a cero.

En diciembre, pocos días antes de Navidad, viajaron hasta El Ejido, que jugaba por entrar en playoff. Pronto, como era habitual, en los primeros minutos les hicieron gol. Sin bajar la mirada, ni perder los nervios, los jugadores se remangaron las mangas de la camiseta, que esa tarde fueron verdes, y se dispusieron a sufrir. Y sufrieron.

En cuatro minutos marcaron dos goles. Y siguieron sufriendo. Ganaron aquel partido. Ese día los jugadores comenzaron a reconocerse frente al espejo. Y solo entonces, dejaron de perder y comenzaron a ganar. A equipos de playoff. A equipos del descenso. Goleaban. Remontaban partidos que comenzaban perdiendo. Marcaban más goles y recibían la mitad de ellos.

Aquello duró 3 meses. De doce partidos ganaron siete y perdieron uno. Hicieron números de equipo de playoff. Y por primera vez en la temporada, en marzo, seis meses y 26 jornadas después, salieron del descenso. Pero en abril anduvieron sobre tablones podridos. No tuvieron tregua ni paz.

Necesitaban una victoria para lograr la permanencia. Solo una. Mengíbar, Colo Colo o Antequera. Pero como si de un equipo de suicidas se tratase no ganaron ni una sola vez. Lo dejaron todo para el último partido.

Para cerrar el círculo, para que la historia quedara bonita, el destino les regaló como último rival al equipo que en diciembre los vio renacer, El Ejido, que necesitaba ganar para jugar los playoff. Aquella tarde el Europa estuvo más lleno que nunca. En el vestuario los jugadores serios y tensos, se sabían responsables de cuidar el escudo que el club les puso en el pecho. Había costado muchos años llegar a Segunda. Debían dejar las cosas tal y como las encontraron. Si ganaban se salvaban. Si perdían, seguramente descenderían. Se miraron a los ojos. Se sentían seguros. Sabían que lo conseguirían. Respiraron hondo, apretaron los dientes y saltaron a la pista.

A los dos minutos, como si de una broma pesada se tratase, les marcaron gol. Otra vez. Otra maldita vez comenzaban perdiendo un partido. Eso no estaba previsto. Tuvieron que jugar con la cabeza debajo del agua. Angustia. Incluso durante unos minutos llegaron a estar descendidos. Muertos. Pero como si la vida se hubiese reído de todos ellos, cambió de plan, y el Leganés comenzó a marcar goles. Uno. Dos. Hasta cinco goles marcaron.

Entonces renacieron. Renacieron con cada gol, con cada abrazo, con cada parada. Y se salvaron. Se salvaron los jugadores. Se salvó Rubén Barrios. Se salvaron los seis imprescindibles de su equipo. Se salvaron Alberto y Andrés. Se salvó el Europa entero. Y todos se abrazaron. Sonrieron y gritaron. Se miraron a los ojos y enloquecieron. Corrieron calle abajo y siguieron gritando. Tiraron cohetes al cielo, de todos los colores. Y al final de la noche, al llegar a casa, se sentaron en la cocina, se quitaron las botas, estiraron las piernas, cerraron los ojos y respiraron hondo. “Aquello fue como regresar con vida de una docena de guerras”.